Ella era un jardín de crisantemos en plena Navidad.
Jugar entre su bosque era sinónimo de perderse
en la oscuridad. Las ramas que se te enredan
en las piernas cuando caminas y las historias
de brujas que se comen a los niños.
Él era un patio de flores de plástico.
Ésas que se mueren si no haces como que las riegas.
Pisar hojas secas en agosto era lo más cerca que
conseguías estar de él.
Juntos parecían reforestar el Amazonas y deforestar
las dudas. Se comían el alma a bocados en cada pestaña
que escondía un deseo.
Y no me acuerdo qué pasó al final de su historia,
pero mi amiga Hendrix siempre me dice que a
los muertos de miedo no se les lleva flores.
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