Son casi las tres de la mañana.
Afuera está diluviando. Y yo amo la lluvia. Y la noche. Y la lluvia de noche en Los Angeles. Pero llevo dos horas creyendo que sufro un infarto y siendo consciente de que me estoy muriendo. Con infarto o sin él. Bueno, yo y todos. Muy Boris Yellnikoff.
Mi ansiedad no tiene horario de oficina.
Cuando he encendido la linterna para buscar la pastilla se ha despertado y se ha ido a dormir al salón. Ha dicho que volvería cuando le entrase el sueño, pero sé que no es así. Que se ha quedado ahí hasta que lo grande que es no quepa en lo pequeño que habita. He sentido la necesidad de llamarle unas cuantas veces para que viniese a abrazarme. Para volver a pedirle perdón por tener estos ataques repentinos. Pero ni yo tengo que pedir perdón ni tú vas a curarme la ansiedad. Eso lo llevo haciendo yo mucho tiempo y me va a funcionar mejor sola que mal acompañada.
Y ahora me duele la cabeza.
Si me entra una migraña por el mal tiempo habré tachado el bono de cagadas impredecibles.
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