Érase una vez una princesa con el castillo desordenado y sin dragón que la custodiase.
Era una de esas chicas que merecían una página en los libros adolescentes, como un personaje de ficción andante. Ella lo sabía, y le encantaba.
Llamémosla Lou, como un cantante que a ella le gustaba especialmente.
Si tuviese que describir a Lou en una palabra sería salvaje. Pero no salvaje de esas de “live forever, die today” o todas esas mierdas, aunque ese rollo le molara mucho;
era salvaje como persona.
Lo más impactante de Lou era su mirada. Era una mirada intensa y penetrante. No le hacía falta tener los ojos verdes ni azules para que su mirada atrajese la atención de todo el que la miraba.
Yo aprendí mucho solo de la mirada de Lou.
En sus ojos marrón oscuro, ligeramente rasgados, había una insatisfacción y una inseguridad tal, que pocos se atrevían a soportar la agresividad de aquel pozo oscuro, por miedo a ahogarse en él.
Eso sólo nos estaba reservado a un pequeño grupo de valientes.
Su pelo negro, espeso, caía en cascada hasta su cintura. Fumaba, porque iba a juego con su personaje, no porque a ella le gustara realmente fumar, yo lo sabía.
A Lou de vez en cuando se le iba la cabeza.
A veces aquel pozo rebosaba agua y cuando eso ocurría ella explotaba de ira y daba igual la situación en la que estuviera. Supongo que como todos, de alguna manera debemos expulsar nuestra mierda interna, y ésa era justo su manera.
Cuando digo que era salvaje lo digo con argumentos.
Por el contrario, y aunque suene contradictorio, tenía un don de gentes que pocas veces he visto. Ella le encantaba a todo el mundo, todos la conocían y deseaban ser sus amigos. En grupo, sabía cómo captar la atención y a solas podía mantenerte una conversación hasta que tu quisieras, o mejor dicho, hasta que ella quisiera.
Sus ojos mordían, su pelo ahogaba y su carácter anulaba, pero ella siempre lograba lo que quería,
aunque eso implicase andar por el lado salvaje.
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